Los recientes estudios sobre la Antigüedad Tardía reconocen, de una forma reiterativa, las diversas causas que tratan de explicar la caída del Imperio Romano. Todas estas explicaciones, y las recopilaciones de causas, o bien de factores recurrentes como se consideran de forma creciente por los investigadores, se tejen en medio del entramado de conceptos tales como crisis, decadencia o transformación. En este sentido, junto con la aportación del análisis de los conceptos anteriores, la historiografía reciente ha incidido en el estudio del fenómeno histórico desde dos direcciones diversas analizadas de forma diferente: los factores internos integrados por los conflictos y la (posible) descomposición-alteración social, y los factores externos entre los que se encontrarían las invasiones y la presión bárbara, lo cierto es que ya a finales del siglo II se comienza a manifestar el cambio a peor después de la etapa del emperador Marco Aurelio, cuando Dión Cassio afirmaba que se había pasado de un Imperio de oro a otro de hierro oxidado, y Herodiano, en los inicios de su obra, indicaba las desfortunas de las guerras, los tumultos en las provincias, pero también calamidades como terremotos, pestes, y sobre todo la sucesión de los tiranos . El “otro”, el bárbaro del exterior, siempre había constituido un referente y un peligro para el orden y la civilización, una contraposición necesaria para el mantenimiento ideológico del sistema.
Esos sentimientos de temor, convertidos en estructurales en la Roma de la época, alcanzaron unas dimensiones ya muy considerables a raíz de la derrota romana en la batalla de Adrianópolis (378), cuando San Ambrosio, de forma significativa, comentaba que las gentes de la época ya se encontraban ante el fin del mundo, haciendo el paralelismo entre el bíblico Gog y las poblaciones godas.
En este sentido, no resulta extraño que un sector del pensamiento cristiano derivara hacia el milenarismo; de hecho, es significativo que por esta época en Hispania un joven llegara a proclamarse nuevo profeta Elías, y el propio hecho de que lograra en torno a sí a muchísimos seguidores, que lo proclamaban nuevo Mesías, y entre ellos se encontraba un obispo llamado Rufo.
Hechos como la extensión por las Galias, Aquitania y las Hispanias de fenómenos como el abandono de las familias por parte de los hombres, o incluso de la alimentación, a partir de principios maniqueos y gnósticos, muestran por otra parte una cierta identidad regional de las desviaciones religiosas aparentemente relacionadas con el milenarismo.
Pero aún en esos momentos de declinar del Imperio Romano uno de los miembros de la elite, el senador Rutilio Namaciano, le dedicaba un emocionado elogio al comienzo de la narración de un viaje por el Mediterráneo, elogio que marcaba el optimismo.
El fin del dominio romano sobre las Hispanias se produjo en el año 409. Es muy evidente que esta afirmación rotunda puede discutirse, y resultado de ello en la misma se apuntarían los signos de algunas matizaciones. Pero es cierto que el dominio imperial se vendría abajo, más allá de los intentos de restauración, en el momento en que con el auxilio de Gerontius distintos grupos germánicos, a los que se sumaron los alanos, atravesaron los Pirineos y se desplomó a partir de ese momento el control imperial al sur de esas montañas. Así lo ha considerado al menos un sector importante de la moderna historiografía que se ha ocupado de estas cuestiones.
En suma, en el año 409, con la entrada de los grupos bárbaros en las Hispanias había comenzado lo que algún investigador llamó «la hora española» de estas poblaciones.
El hecho de la pérdida del control hispano por parte de Roma es bastante claro a la luz del propio hecho de que en el año 411 estos grupos de vándalos asdingos y silingos, suevos y alanos, procedieran a un reparto de los territorios, en el que a los en el futuro peor parados, los alanos, curiosamente les correspondieron las tierras centrales de la Lusitania y de la Carthaginense.
Por supuesto que la falta de documentación impide profundizar en la posibilidad de que el dominio alano se fundamentara en el control de la estratégica costa mediterránea, por lo que resulta más verosímil suponer que esa ocupación se centraba sobre todo en la Meseta meridional, en especial en la cuenca del río Tajo.
En cualquier caso, destaca el hecho de que la provincia Hispania Tarraconense permaneciera al margen del reparto, probablemente como una reserva para Constante. Como señaló Ch. Courtois desde la Corte imperial de Rávena, sin duda, los hechos se observaron de forma diferente a lo que después sería realidad: la ocupación bárbara siempre estaría condenada a ser meramente temporal, y más tarde o más temprano se podría recuperar el dominio en los territorios que desde el punto de vista económico eran tradicionalmente importantes.
El tiempo demostraría que pese a los intentos de restauración, el fin de la Hispania romana era una realidad. Unos intentos que se centrarían especialmente en las dos décadas centrales del siglo V, de forma muy significativa el segundo de forma casi exclusiva con la utilización de los visigodos, y cuyo final marcaría de manera definitiva que la Hispania romana había desaparecido.
Fuente:
DIMAS BENEDICTO, C., & GOZALBES CRAVIOTO, E. (2013). Un momento crítico: el fin del dominio romano en las provincias hispanas (409-429). Studia Historica: Historia Antigua, 30, 189-215. Recuperado de http://revistas.usal.es/index.php/0213-2052/article/view/9544/9916
No hay comentarios:
Publicar un comentario