martes, 17 de febrero de 2015

El futuro y Tesla

Artículo: "El sueño de la razón produce Teslas" pubicado en Call Center, Comunicación y Marketing para la innovación, el 13 de febrero de 2015.

Dicen Miguel Ángel Delgado y María Santoyo, refiriéndose a Nikola Tesla, que “somos nosotros, los habitantes del siglo XXI, los que por fin estamos en disposición de poder entenderle”. Pero lo cierto es que hoy, setenta años después de que muriera solo y sonado en la habitación de un hotel de Nueva York, resulta difícil acercarse al personaje en el que se ha convertido Tesla. Rodeado de un aura de superhéroe moderno rehabilitado después de pasar a trompicones por la historia de la ciencia, reclamando su victoria moral sobre sus enemigos: Edison, Marconi, los que le dieron por loco, quienes se negaron a financiar sus proyectos. Los que le despreciaron e ignoraron en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, la mayor parte de los días de su vida.

Fue un visionario que se vio a sí mismo transformando el mundo: el padre de la corriente alterna y de los motores eléctricos que alumbraron la segunda revolución industrial, el inventor del control remoto, de los transistores de radio, del velocímetro, del sistema de despegue vertical de los aviones, sumando 800 patentes a lo largo de su vida. Cada una de sus creaciones lo acercaba más al Olimpo de los dioses y lo alejaba de los humanos, perdido para las relaciones sociales en mil excentricidades que le persiguieron y le aislaron.

Tesla se dotó de todos los elementos necesarios para convertirse en un héroe romántico: Nacido en la pobreza de un Imperio Austrohúngaro en declive, en un pueblo remoto, hijo de un sacerdote ortodoxo. Su inteligencia le abrió paso primero hacia el corazón de la vieja Europa: Graz, Maribor y Budapest, donde estudió lo suficiente para obtener la dimensión potencial de sus delirios creativos, que bullían en su mente con la fuerza de un motor infinito. Después hasta París, la capital de la libertad. Y de allí a la tierra prometida, al Nueva York del fin del siglo XIX. La ciudad en la que todo era posible, también para un emigrante ingenioso a quien su desatada inteligencia no pudo evitar que le robaran todo en el barco. Todo salvo la carta de recomendación que llevaba para Thomas Alva Edison. Su primer mecenas, y quizás su más fiero enemigo.

Tras poner en evidencia el sistema de corriente continua de Edison, dejó la compañía y trabajó la tierra, abriendo las zanjas por las que corría el progreso de la ciudad que le atrapó. Poco después abrazó de nuevo el sueño americano y el capital que lo agita de la mano de George Westinghouse.

Por entonces trabajaba en una de sus grandes visiones: la transmisión inalámbrica de la electricidad, una suerte de wifi energética con la que quería llevar la luz a todo el planeta. En el camino de sus proyectos inviables, del que ese fue uno de los primeros, tuvo tiempo de presentar el motor de inducción en la Exposición Universal de Chicago y de poner en marcha la primera central hidroeléctrica del mundo en las Cataratas del Niágara.

Después se arruinó varias veces, perdiendo el favor de Westinghouse y todo el dinero aportado por otro de sus mecenas, John Jacob Astor IV, en el proyecto maldito de alta tensión de Colorado Springs, con el que perseguía el envío de electricidad a todo el mundo sin necesidad de cables. Y a través de ella mensajes escritos y sonoros, imágenes estáticas y en movimiento…

“Cuando la técnica inalámbrica se aplique a la perfección – dejó escrito– toda la Tierra se convertirá en un enorme cerebro. Podremos comunicarnos los unos con los otros de manera instantánea, independientemente de la distancia. No solo esto, sino que a través de la televisión y la telefonía podremos vernos y oírnos tan perfectamente como si estuviéramos cara a cara, a pesar de que las distancias que medien sean de miles de kilómetros. Los instrumentos mediante los cuales seremos capaces de hacer esto resultarán pasmosamente simples en comparación con nuestro teléfono actual. Se podrá llevar en el bolsillo del chaleco. Podremos asistir a eventos  –la investidura de un presidente, los partidos del campeonato mundial de algún deporte, los estragos de un terremoto o el horror de una batalla– y oírlos exactamente como si estuviéramos presentes”.

Su estrella comenzó a declinar con el nuevo siglo, mientras veía como el mundo reconocía la genialidad de sus adversarios. Para entonces su desbordante creatividad seguía alumbrando tecnologías nuevas, pero Tesla había cruzado la puerta del malditismo que le condenó, o quizás le confirmó, a la soledad excéntrica de sus últimos años, afanado en un proyecto a la altura de su locura y que tenía por fin salvaguardar la paz mundial: el rayo de la muerte.

Tesla representa mejor que nadie la distancia que va de la investigación a la innovación. Se interesaba por la creación en sí misma, saltando de un proyecto a otro sin detenerse en obtener aplicaciones prácticas, lo que sí hicieron Edison y Marconi. Y fue eso lo que le hizo libre y pobre a partes iguales, aportando el aura de desinterés a su figura que le está convirtiendo en un héroe postmoderno protagonista de comics, películas y canciones pop. Y padre espiritual de una compañía de vehículos eléctricos que lleva su nombre.

Fue un Quijote industrial en cuyo nombre se han cometido algunos excesos. Su salto a la modernidad, y la justicia redentora que le ofrece una generación de entusiastas entregados a su culto, han terminado por completar el guión de una biografía en la que, justicia poética, la luz elimina las sombras de su elegante perfil.

Tal vez, como explicó Manuel Toharia en un debate sobre su figura, Nikola Tesla esté condenado a un movimiento pendular en el que pase sin descanso de genio a loco y de sabio a mago, dibujando en su viaje el pulso eterno del bien y del mal, de la ciencia y la creencia. Apuntando a un futuro que reclamó en vida y que, quizás mañana, le pertenezca.


Fuente:  http://collcenter.es/el-sueno-de-la-razon-produce-teslas/




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