sábado, 2 de julio de 2016

El Tiempo: vivir para trabajar

En japonés, existe una palabra “Karoshi” que significa literalmente “morir por exceso de trabajo”.

Supongo que a nadie le sorprende que sea precisamente este idioma el que cuente con semejante término. Y razones hay para ello.

En los años 80, Kamei Shuji, joven inversor de bolsa con un espléndido futuro por delante, alcanzó la cota de trabajar hasta 90 horas por semana. De pronto, se convirtió en un referente para el resto de compañeros y sus jefes trataron de rentabilizar su gesta promoviéndole en presentaciones y seminarios, que se añadían a su ya larga jornada laboral. En ellos, Kamei trataba de mostrar a sus compañeros cómo organizarse el tiempo para lograr ese grado de dedicación sobrehumana.

En 1989 estalló en Japón una burbuja económica que le llevó a incrementar su entrega a la empresa. Pocos meses después murió de un ataque cardíaco. Tenía 26 años.

Trabajar 60 horas a la semana cuadruplica el riesgo de sufrir un infarto coronario con respecto a los que lo hacen 40 horas.



El vivir para trabajar siempre ha estado ahí. El modelo occidental de trabajar cinco días a la semana y contar con un período de vacaciones al año es algo relativamente reciente. En los albores del siglo XX todavía se seguía trabajando seis días a la semana con jornadas superiores a las 15 horas.

La consolidación de las tecnologías en el mundo de la producción industrial, y me remonto a la Segunda Revolución Industrial, extendió la idea de que cada vez se trabajaría menos. Fue entonces cuando algunos avezados profetas preveían que en pocos años se trabajarían ocho ó 10 horas a la semana y que las máquinas se encargarían de hacer el resto. Pero nada más lejos de la realidad, porque junto a esta revolución tecnológica, llegó el modelo económico capitalista que potenciaba la producción rápida y masiva. Y así fue como las jornadas laborales, sin sindicatos que velaran por el bienestar del trabajador, se fueron ampliando a la vez que se reducían considerablemente los períodos de descanso, por otra parte tan necesarios.

Es por tanto en la segunda mitad del siglo XIX cuando cambia radicalmente el modelo de producción: frente a una orientación más artesanal con la que se funcionaba desde hacía siglos, en donde la pericia se daba la mano con la paciencia, se entraba en un periodo donde la agilidad y el dinamismo cobraban especial protagonismo.

Pronto comenzó una gran campaña que pretendía un cambio de actitudes y se buscaba ensalzar las virtudes de las prisas. Resulta curioso leer cómo McGuffey (autor americano de textos infantiles) en 1881, advertía a los niños de los horrores que podría desencadenar la tardanza, entre los que enumeraba accidentes de trenes, derrotas militares o amoríos frustrados.

Poco a poco se fueron extendiendo las virtudes de la velocidad y sobre todo de la puntualidad. Ser impuntual pasó a ser sinónimo de haragán, holgazán o gandul. Darwin, por ejemplo, decía que “un hombre que desperdicia una sola hora no ha descubierto el significado de la vida”.

Pero frente a esta nueva corriente en la que primaba el culto a lo rápido, surgieron voces discordantes, y algunas realmente significativas como la del filósofo Nietzsche quien en 1880 detectó una cultura creciente “de la prisa, del apresuramiento indecente y sudoroso, que quiere tenerlo todo hecho en el acto”.

La universalización de la medición del tiempo y sobre todo, del uso del reloj fue causa principal de este cambio tan radical en la forma de trabajar y vivir.

Poco a poco, a lo largo del Siglo XIX se generaliza el uso del reloj y de la referencia compartida del tiempo. Inicialmente de forma caótica, cada estado o región asume su propio horario. Se daban situaciones tan llamativas como que Nueva Orleáns vivía 23 minutos de retraso con respecto a Baton Rouge, a sólo 120 kilómetros.

En 1884 el Real Observatorio de Greenwich propone el primer sistema de husos horarios tal y como lo entendemos hoy, pero no es hasta 1911 cuando se generaliza a la mayor parte del mundo.

El tiempo, desde entonces, ha pasado a marcar el ritmo de nuestra vida. Nos levantamos por la mañana y lo primero que hacemos es ver la hora en el despertador. Salimos a la calle rodeados de relojes.

Vivimos en una sociedad en donde se cultiva la prisa. Cada vez queremos hacer más en menos tiempo. Sony, hace unos años, sacó al mercado un lector de CD que reducía el espacio en blanco entre canción y canción de tres segundos a uno.

Los GPS, ahora tan populares, nos llevan por defecto por la ruta más rápida. Corremos para no perder el tren que está en la estación cuando en cuatro minutos llegará otro.

Delimitamos nuestro tiempo de ocio poniéndole hora de inicio y de final, como si de una reunión se tratara. Y, en nuestra vida privada, hemos alcanzado las cotas más bajas en dedicación a las relaciones sexuales. Hoy, por término medio, dedicamos 30 minutos a la semana a mantener relaciones sexuales; o lo que es lo mismo, dos relaciones de 15 minutos cada una.

Poco a poco extendemos nuestra idea de que “el tiempo es oro” a todos los rincones de nuestra sociedad y cargamos a nuestros hijos de actividades extraescolares para que el único tiempo libre que tengan sea el propio del sueño.

Resulta curioso que término lento, en castellano, el tenga unas connotaciones peyorativas. Decimos de un chico que le cuesta hacer cuentas que es “un poco lento”. Y frente a esto, los departamentos de selección establecen como criterio sine qua nonpara ser contratado el “dinamismo”.

Europa se constituye como referente mundial en la gestión del tiempo de trabajo (al menos el oficial). Según una normativa europea, nadie debe trabajar más de 48 horas a la semana. Trabajamos menos horas al año que los americanos, y no digamos ya en comparación con los japoneses. Hay un dato muy elocuente en este sentido: el 23 de octubre, un americano ha trabajado tantas horas ese año como las que hará un europeo a 31 de diciembre.

Cada vez más, somos conscientes de que más horas de trabajo no implican más productividad. Quedarse en la oficina hasta altas horas o llegar a trabajar sin tener hora de salida deja de ser valorado, como ocurría antaño.

De forma paulatina, los jóvenes que se incorporan al mercado laboral sitúan como una de sus principales exigencias, contar con un horario que les permita disfrutar de una vida privada plena. El principio del triple 8: ocho horas para trabajar, ocho para disfrutar y ocho para dormir.

Fuentes:
http://blogs.cincodias.com/de-talentos-y-talantes/
http://blogs.cincodias.com/de-talentos-y-talantes/2015/02/tempus-fugit-cuando-el-tiempo-nos-traiciona-parte-1.html
http://blogs.cincodias.com/de-talentos-y-talantes/2015/03/tempus-fugit-cuando-el-tiempo-nos-traiciona-parte-2.html
http://blogs.cincodias.com/de-talentos-y-talantes/2015/05/tempus-fugit-cuando-el-tiempo-nos-traiciona-parte-3.html
http://blogs.cincodias.com/de-talentos-y-talantes/2015/07/tempus-fugit-cuando-el-tiempo-nos-traiciona-parte-4.html

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